En un lugar remoto, sin señales, ni leyes, ni caminos, yacía una pequeña hada.
Su piel incandescente la hacía diferente. Por ello, constantemente era observada, criticada, adorada y saboteada por el resto de los aldeanos.
De naturaleza dócil era su alma, una alma inquieta a la que le habían roto los pétalos. Incapaz de recuperarse, se escondió, todavía no sabe si de si misma o del dolor.
Conoció millones de personas viajeras a lo largo de su vida, personas que hacían nacer un alma fuerte, un alma con una sola debilidad: la persona que la había forjado.
Y así, entre golpe y patada, se quebró de tal manera que los pedazos se perdieron. Intentó recuperarlos, pero muchos ya se los habían llevado los pájaros de la aldea.
Más vacía, pero más ligera, su temor crecía. ¿Quién descubriría sus secretos? ¿Cómo utilizarían ese alma puntiaguda?
No se atrevía a volver a ningún lugar que hubiera estado antes. Era demasiado susceptible, sensible e insegura.
Pero a veces, sin saber cómo, los pies nos guían a dónde el corazón cree que es lugar correcto.
Y así volvió, y vio que todo el mundo tenía una parte de ella... Y eso le hizo feliz.
Compartir sus demonios fue lo mejor de su vida, y así, es como nació de nuevo un alma fuerte, un alma que ya no tenía por que esconderse.
Una hada incandescente que conocía sus defectos y los compartió.
Cuando uno deja de esconderse, es cuando realmente encuentra el mayor tesoro: ser uno mismo y ser amado por ello.